sábado, 3 de enero de 2015

Ahora sí quiero ir al cielo: Un homenaje a Pipo, mi perro, mi gran amigo.





Dicen que los perros se parecen a sus dueños pero el mío y yo teníamos un lazo tan fuerte, que no sé hasta que punto quién se parecía a quién.



Era mi cumpleaños número 9 y sin pedírselo, mi papá, me regaló un perro. Tenía 2 meses, la trompa alargada y las orejas puntiagudas y paradas. Le pusimos Pipo, porque tenía una pipa (panza) gigante y suave. Un día corrí a abrirle la puerta a mi papá y me lo enseñó. Enseguida supe que seríamos grandes amigos. Era mi perro, mi primer perro.

Los primeros meses que estuvo con nosotros, Pipo vivía adentro de la casa. A pesar de que mi mamá le tenía prohibido subirse a mi cama, yo buscaba la manera de subirlo a escondidas y él lo hacía solo cuando mi mamá no lo veía. Le contaba cuentos, lo vestía y hasta lo acostaba en el coche de bebés que tenía.

Luego de estos 2 meses, decidimos sacarlo al patio. El plan inicial era enseñarle que solo haga sus necesidades ahí, pero él se rehusaba a entrar. Corría, se subía a los muebles viejos del patio, metía su nariz en la puerta que daba a la calle para oler quién pasaba y escucharnos llegar (y hacer un gran escándalo cuando alguien de la casa llegaba, a tal punto que todos los vecinos se enteraban). Usaba el cuarto que antes era de servicio, para dormir, protegerse del frío y la lluvia.

Él estaba feliz ahí. Por las mañanas y durante todo el día, mi mamá mantenía la puerta del patio abierta. Le encantaba verla cocinar y relamerse la boca al oler los platos que preparaba. Por las tardes, entraba hasta el comedor, se acostaba en el suelo y se quedaba dormido mientras yo hacía los deberes de la escuela. Todos los días.

Salir con él era una tragicomedia. No se quería poner la correa, se desesperaba en la puerta de la emoción. Varias veces salió corriendo como loco y hacía que mi familia y yo tengamos que salir a gritar y correr para poder agarrarlo. En una ocasión, casi lo atropella un bus gigante, le pitó fuerte y paró, pero él lloró como si se hubiera fracturado algo. Desde ese momento nunca se atrevió a cruzar una calle solo.

Pipo le tenía pánico a los globos, porque una vez se le reventó uno en la cara. Le tenía odio a las escobas (esto es mi culpa) porque una vez mientras jugábamos, sin querer, le pegué con una en la cabeza. Comía casi de todo, incluso en una época le dio por comer jabón y empaques enteros de mantequilla que hacían que mi mami se vuelva loca gritando, mientras él bajaba la cabeza, metía la cola y se iba a esconder.

Él siempre estuvo acompañado por un perro más. Siempre hemos tenido varios perros. A uno se lo robaron, otro vino enfermo y el ultimo murió hace poco, pero Pipo siempre estaba ahí y tenía una salud de acero. Era mi perro, mi primer perro.

Cuando Pipo cumplió 10 años comencé a notar que habían cosas que él siempre hacía, por las que había perdido interés. Ya no le llamaba la atención correr como loco por el patio y no se emocionaba cuando le llevaba una toalla para que haga forcejeos conmigo. La trompa y las orejas se le comenzaron a llenar de canas y por primera vez en diez años, se comenzó a enfermar.

A pesar de todo, la veterinaria que lo había atendido por mucho tiempo, me dijo que parecía incluso de menos años. Un par de vitaminas e inyecciones y estaba como siempre.


Este 2014 fue duro para él. Ya con 14 años encima, sus patitas comenzaron a debilitarse. Pipo era cruzado, tenía algo de pastor alemán, pero no era totalmente puro. Estos perros cuando envejecen lo primero que pierden es el oído y el olfato, razón por la que ya no sentía cuando llegábamos  y cuando dormía, le podíamos pasar por encima, gritarle y el seguía sumergido en sus sueños.

Este año que pasó se enfermó 3 veces. En la primera, se intoxicó con una comida para perros y estuvo muy mal. Se recuperó. La segunda vez, comenzó a sangrar por la nariz. Se le paró la hemorragia y también se recuperó. Le hicimos un examen y nos dimos cuenta que Pipo tenía Babesia (el parásito de las garrapatas que provoca parálisis).

A pesar de que a Pipo lo que le caía era mínimo y siempre lo manteníamos bañado, solo basta con que una infectada le pique para que se contagie. Y a su edad, es muy difícil darle el tratamiento ya que había que prepararlo con suero, para darle los antibióticos.

La tercera vez que se enfermó no se pudo recuperar. Y heme aquí escribiendo con el corazón lacerado.

Mi mamá me llamó urgente y simplemente me salí del trabajo temprano. Pipo no se podía parar, sus patas traseras no le respondían. Había estado toda la tarde ladrando desesperado. Aunque sus patas eran débiles, estaba acostumbrado a pararse para hacer sus necesidades, comer y salirnos a recibir moviendo la cola (ahora) suavemente.

Fue una semana dura. Pasó con suero el 24 de diciembre y el 25, cual milagro de la Navidad, se pudo parar un rato. Hizo sus cosas y se volvió a acostar. El 26 también se paró un ratito. Pero del 27 en adelante, no pudo volverse a parar. Estuvo 2 días con suero y el tercer día con inyecciones intravenosas. Dejaba de comer, lo inyectábamos, volvía a comer, perdía el apetito y así.

El 31 de diciembre mientras todos recibían felices el nuevo año, me quedé junto a Pipo hasta que pasaran los fuegos artificiales y demás. Aproveché para llorar y gritar junto a él, todo lo que no había podido hacer durante la semana, porque aún conservaba la esperanza. Esa noche, mientras cenábamos, tomamos la decisión. No podíamos ver a Pipo sufrir más, el fue un buen perro, no solo conmigo, sino con los 4 miembros restantes de mi familia.

El 1 de enero pasamos a Pipo donde siempre le gustaba estar, en la entrada de la cocina y se relajó totalmente. Pasé todo el día junto a él, moviéndolo, limpiándole sus heces y orina, acariciándolo, intentando darle de comer, aferrándome a lo poco que me quedaba de esperanza, en vano. Pipo me miraba con los ojos llorosos, mientras se quejaba y me movía el rabo. No podía dejar a mi amigo sufrir tanto.

La Dra llegó en la noche, y mientras yo sostenía su cabeza, dio su último respiro.

Es el 2do día en el que Pipo no está conmigo. A pesar de que he amado a cada una de mis mascotas, nunca la muerte de ni una, me ha tumbado tanto como la de Pipo. Era mi perro, mi primer perro y mi primer gran amigo. La noche de su muerte no pude dormir sino hasta las 2 de la mañana y me pasé aullándole a la noche, en su memoria, desde el hoyo del dolor en el que estaba.


Cada que salgo al patio y veo su cuarto vacío, me desespero. No me acostumbro a la idea de salir y no verlo. Lo extraño y me duele tanto. Hace poco leí que algo que me consoló un poco:  "el dolor que te provoca perder un perro que ha estado contigo tantos años, es porque ellos están en tu corazón, moviendo la cola frenéticamente, agradecidos por haberles dado tantos años de felicidad"

Hace dos días perdí un ángel de cuatro patas y solo espero algún día volverlo a abrazar. Que me tumbe y me ensucie como lo hacía cuando yo llegaba de la escuela y que se quede dormido junto a mí por las tardes.

Gracias por todo lo que me enseñaste, Pipo. No te podía seguir viendo sufrir y sé que tú ya estabas listo. Gracias por tantos años de amor incondicional, sé que estás en algún lugar esperándome para aullar con todas tus fuerzas cuando me veas llegar. Te amo para siempre.


1 comentario: